Es tarde, comienza a anochecer,
las nubes se oscurecen y el viento sopla con fuerza cual mensajero adelantado
de la tormenta. Adentro, la débil luz que proyecta mi lampara, permite apenas
ver las paredes de la vieja casa; estoy en cama solo, viejo y enfermo.
Al rato: el infierno. El viento
golpea con furia, haciendo que cada esquina de mi desvencijada casa cruja como
si estuviera a punto de desmoronarse. La lluvia se filtra por las grietas del
techo, formando pequeños ríos en el suelo de madera desgastada. Afuera, el mar
embravecido aúlla como lobos furiosos; me siento atrapado, como si el mar,
amenazante y voraz, pudiera reclamarlo todo: mi hogar, mi esperanza, mi propia
existencia.
De pronto, una puerta se abre,
una ráfaga de aire, fría e intensa ingresó por ella; la puerta se agitó con
fuerza, el viento pareció inflar la casa, y mi cama, donde me encontraba
postrado, Pareció que levitaba.
Sentí cómo mi cuerpo se
paralizaba. No era solo miedo; era un extraño vacío. Como si el viento, la
lluvia y el frio quisieran penetrar en mi alma. Como si todo ese caos hiciera una amalgama con
mis sentimientos, y de esa mezcla naciera en Mi mente, febril y caótica, la
idea del fin.
Un abismo inmenso se abre ante
mis ojos, el vértigo angustiante y terrorífico, el mismo de Poe, el fin del
mundo, todo cayendo en ese acantilado de desesperanza.
La tormenta parecía no tener fin,
y el caos en mi mente se mezclaba con el estruendo del viento y el mar. Entonces,
en medio de esa espiral de desesperanza, algo ocurrió. Entre las sombras
proyectadas por la débil lámpara y el canto airado del viento, vi una figura.
No era sólida, era más bien etérea, como una silueta formada por la misma
tormenta que arreciaba afuera.
No se movía, pero parecía
mirarme, evaluarme, como si fuera parte de un juicio que yo no entendía. En ese
instante, sentí que el abismo ante mis ojos se transformaba. Ya no era solo
desesperanza; era una puerta hacia algo desconocido, algo que estaba más allá
de mi entendimiento.
Tal vez, esa figura era un
reflejo de mí mismo, una manifestación de mis propias contradicciones. O tal
vez, era algo más, algo que venía a buscarme. Me encontré incapaz de apartar la
mirada, atrapado por esa presencia que parecía absorber cada pensamiento y cada
sentimiento dentro de mí.
Me miro, y su mirada intensa e
insondable, pareció una ventana para otear por un instante efímero el paisaje
del averno.
Fugaz, en un intervalo brevísimo,
atisbé en sus ojos el compendio de penas y sufrimientos del mundo entero, como
si millones de almas se revolvieran en un catalizador gigante, todas angustiadas;
enfermas de dolor, plenas de desesperanzas.
Con voz cavernosa, añeja y
pretérita, como el tiempo mismo: A usted lo busco-me dijo.
No se si fue por el frio reinante
o por temor, pero, un escalofrío subió por mi espalda. Debo decir que no me
considero cobarde, sin embargo, la situación, la presencia desconcertante y aterradora
de la silueta hizo que me inundara una ola de temor. Guardé silencio, anonadado,
fui incapaz de articular palabra.
-Debo llevármelo, me dijo.
Entonces, como si se resignara a
seguir un edicto inexorable, pareció emitir una fuerza incontrarrestable y
sentí como si un imán gigante tirara de mí; me obligo a seguirlo. Aterido, sin
voluntad y sin fuerzas, vencido por esa tracción, marché tras de sí; como un
prisionero engrillado, sucumbiendo al peso de sus grilletes.
Caminamos en silencio rumbo al
mar tronante y caótico; yo, como un perro hambriento, sin fuerza; pero con la
esperanza de recibir una migaja de clemencia seguía sus pasos. Y como si fuese
el mismo Moisés que diese la orden, las aguas tormentosas parecieron abrirse, y
un camino pedregoso apareció frente a nosotros; a unos metros mas adelante, ya
no había camino, ¡el mismo abismo vislumbrado en mi caótica pesadilla se abría ante
nosotros ¡
Al acercarme a sus contornos, vi
la profundidad del despeñadero, y en un instante me pareció que mi alma se abría
y se confundía con el abismo. Implacable, la fuerza me hizo caer en él. Con un
grito de pavor, manoteando desesperadamente intento agarrarme a algún sostén inexistente,
veo la figura que levita ante mis ojos y se aleja. Siento que me ha soltado, me
ha liberado. Y de súbito, fue como si alguien detuviera la caída, comencé a
moverme como una pluma cae de una torre con un movimiento ondulado y suave, me sentí
flotar como un niño acurrucado en los brazos de su madre. Un sentimiento similar
a la alegría me inundó y me sentí feliz; lloré al sentir el calor de la felicidad.
Y en mi afiebrado cerebro volví a ser el niño incontaminado, bañado de infancia,
repleto de sueños. Sin embargo, más abajo del fondo del abismo, en las
profundidades de mi alma, vaga una nube de incomodidad, que comienza a crecer y
a cada instante se torna más gris, y ya es una nube plena de agua teñida del
negro de mis pecados que todo lo envenena y oscurece el horizonte de mis días y
ya no atisbo el mañana.
Y siento que la alegría que me
inunda se repliega, se desvanece como se disipa el humo tras la brisa y concibo
que ya no hay esperanza para mí. Ya no hay luz, solo la nube oscura. Y lento al
principio, pero, acelerando a cada instante caigo hacia lo profundo del averno.
Y en ese instante, cuando la
caída se torna incontenible, siento que una voz, nacida en algún recóndito
lugar de la memoria, me llama. No es un grito, ni una orden. Es un susurro
antiguo, como si alguien, en alguna estación olvidada de mi pasado, pronunciara
mi nombre con ternura. Una voz que no exige, sino que recuerda. Que no
arrastra, sino que sostiene.
Esa voz resuena en mi interior
como un eco que no pertenece al abismo, sino a la infancia. A ese tiempo
incontaminado donde aún no había forma, ni juicio, ni caída. Me sustenta. Me
devuelve la esperanza. Dejo de mirar la oscuridad del foso y miro hacia arriba.
Allá, en lo alto, en un punto luminoso, se vislumbra un trozo de cielo azul.
No sé si es real. No sé si es una
ilusión nacida del deseo de no sucumbir. Pero ese fragmento de cielo, ese azul
mínimo, se convierte en mi forma. En mi resistencia. En mi gesto último. Y
aunque el abismo aún me reclama, aunque la hostilidad del medio aún me
presiona, algo en mí se rehúsa a disolverse del todo.
Tal vez no sea libertad. Tal vez
sea solo una forma de recordar. Pero en ese recuerdo, en esa voz, en ese azul,
hay algo que no ha sido vencido.